¿Que es una caricatura literaria?

La caricatura literaria es un personaje retórico en el que se hace un retrato de una persona, exagerando sus rasgos físicos o de personalidad con el fin de burlarse de ella. Pretende ser humorístico, reflejando la mirada aguda y crítica del autor, que elige los rasgos más relevantes y esboza la transformación del personaje que lo hace irrisorio.

En ocasiones, las viñetas literarias pretenden promover el cambio político y social, planteando interrogantes que, a pesar de su tono humorístico, están diseñados para poner de manifiesto situaciones de abuso de poder, desigualdad o injusticia. Algunos autores que utilizan caricaturas en su obra son Miguel de Cervantes Saavedra, Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo, Francisco de Quevedo, etc.

Recursos que se utilizan en las caricaturas literarias

Varios recursos que empleados en las caricaturas son:

  • Comparación: señala relaciones de semejanza entre alguna característica del personaje descrito y algún elemento. Un ejemplo de esto es: Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas.
  • Metáfora: esta reemplaza un elemento por otro con el que existe cierto parecido. Por ejemplo: Erase un elefante boca arriba, /érase una nariz sayón y escriba, / era Ovidio Nasón más narizado/ Era un reloj de sol mal encarado
  • Hipérbole: Exagerar a gran escala los rasgos de personalidad o en ciertos casos, las características físicas. Por ejemplo: Érase un narcisismo sempiterno.
  • Personificación: Otorgar de rasgos humanos a un objeto o un animal. Por ejemplo: Los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por vagamundos y holgazanes se los habían desterrado.
  • Cosificación: Humillar a la persona que se describe, para convertirla en una cosa o para que sea vista como si fuera una cosa. Por ejemplo: [la señora] producía el efecto de ser solo un montón de ropas.

Ejemplos de caricaturas literarias

  1. «A un hombre de gran nariz», de Francisco de Quevedo (1647)

Érase un hombre a una nariz pegado,

Érase una nariz superlativa,

érase una alquitara medio viva ,

érase un peje espada muy barbado.

 

Era un reloj de sol mal encarado,

érase un elefante boca arriba,

érase una nariz sayón y escriba ,

era Ovidio Nasón más narizado.

 

Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto,

las doce Tribus de narices era.

 

Érase un naricísimo infinito,

frisón archinariz, caratulera

sabañón garrafal, morado y frito.

  1. Historia de la vida del Buscón, de Francisco de Quevedo (1626)

Él era un clérigo de cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuevanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una.

Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros.

Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabia de que color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños.

Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la deceso. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.

  1. El romanticismo y los románticos, de Benito Pérez Galdós (1837)

Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él, descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que, formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. Tal era la vera efigies de mi sobrino, y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar de si era él mismo o sólo su traje colgado de una percha; y aconteció  más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.

  1. “La nochebuena de 1836”, de Mariano José de Larra (1836)

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto, es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa; es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y a otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva!

  1. Los Apostólicos, de Benito Pérez Galdós (1879)

Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el señor don Felicísimo Carnicero […]. Era de edad muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara, donde la piel había tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de un guijarro, era una de esas caras que no admiten la suposición de haber sido menos viejas en otra época.